La tarde caía sin apuro. El cielo, deshilachado de nubes, dejaba pasar una luz fría que se filtraba entre las ramas desnudas. Caminaron en silencio, sin rumbo claro, pero con la certeza compartida de que aún quedaban cosas por decir. El aire tenía ese olor agrio del invierno: mezcla de tierra húmeda, madera vieja y algo que no sabían nombrar. Quizá los recuerdos.
—Nunca entendí por qué siempre elegías caminar en lugar de tomar un bus —dijo ella, mientras el viento les rozaba las mejillas.
—Porque caminando hay más tiempo para decir lo que no se dice —respondió él, sin mirarla del todo.
El silencio entre ellos no era incómodo. Era más bien una pausa constante, como si cada palabra necesitara su propio respiro.
—¿Recuerdas aquella vez...? —ella comenzó, con una sonrisa breve— que me llevaste a ese sitio... ¿cómo olvidarlo? Las sillas cojeaban, las paredes estaban húmedas… parecía un castigo.
Él se detuvo en seco, como si una punzada le hubiese alcanzado.
—Lo sé —dijo, bajando la mirada—. Quería huir contigo. No me importaba a dónde, solo quería escapar... y lo único que encontré fue ese lugar. Perdóname.
Ella lo miró.
—Y aún así... nunca me había sentido tan libre.
Siguieron caminando.
—¿Te acuerdas de la casa en el árbol?
Él asintió sin mirarla.
—Subíamos por la parte trasera, con cuidado de no pisar la tabla rota —agregó ella—. Siempre llegábamos sin hacer ruido.
—Y siempre nos íbamos sin decir adiós —murmuró él.
—A veces creo que fue un lugar inventado —dijo ella, con la voz temblando apenas—. Que solo existió porque lo necesitábamos.
—No. Estaba ahí. Yo dejé una linterna en el rincón más oscuro. Y tú una bufanda.
Ella cerró los ojos.
—No sabía qué hacía ahí contigo, pero sabía que quería estar. Que tenía que estar. Aunque me temblaran las piernas cada vez que bajábamos de nuevo.
—Éramos tan valientes —dijo él, como quien recuerda algo que no volverá.
Ella sonrió, pero fue una sonrisa triste.
—Éramos tan jóvenes.
—¿Recuerdas aquella noche? —preguntó ella, sin mirarlo, con la mirada clavada en la nieve que crujía bajo sus botas.
Él asintió en silencio, aunque ella no lo estaba viendo.
—Dormía entre tus brazos. Era invierno también. Apenas hablábamos… pero sentí que si me movía, se rompería algo —dijo ella.
Él tragó saliva. No hacía falta que lo dijera. Sabía a qué noche se refería.
La habitación estaba envuelta en sombra y silencio. Solo el parpadeo tenue de la farola afuera dibujaba reflejos dorados sobre la pared. Ella dormía entre sus brazos, respirando lento, como si todo estuviera en paz.
Entonces, con la voz de alguien que sueña despierta, murmuró:
—No te vayas...
Él acarició su cabello, besó su frente y respondió, con certeza que casi dolía:
—Nunca te voy a dejar.
—Pero te tendrás que ir —susurró ella, aún con los ojos cerrados.
—No —dijo él, esta vez con miedo.
—Sí... —la palabra salió quebrada.
Él tragó saliva.
—¿No crees que seguiremos juntos?
Ella no respondió. Solo el silencio.
—¿Es esta la última vez que nos veremos? —preguntó él, ya con la voz rota.
Ella sollozó apenas, apenas un movimiento en su pecho.
—Sí...
Él la abrazó más fuerte. Quiso congelar ese instante, como si pudiera ganarle al tiempo. Pero ya lo sabía: los adioses más tristes no se gritan, se murmuran entre sueños.
Siguieron caminando mientras ella parecía buscar algo solo con los ojos. Aún no se atrevía a mirarlo.
—¿Tú también los guardas? —preguntó ella, mientras una pequeña rama crujía bajo sus pasos.
—¿Los qué?
—Los papeles arrugados. Esos que uno no se atreve a botar, aunque ya no diga nada importante.
Él tardó en responder.
—Tengo un cajón lleno. Cerrado. Pero lo escucho cada vez que paso cerca.
Ella no dijo nada. Solo se detuvo frente a una banca cubierta de escarcha. Él entendió que era momento de sentarse, aunque fuera por unos minutos.
—A veces —dijo ella—, creo que escribí cosas solo para que dolieran al leerlas después.
—Yo a veces no respondí para imaginar qué me habrías dicho si lo hubiera hecho.
Una risa tímida se le escapó, pero sin alegría.
—Nunca le dijiste a nadie lo que realmente pasó, ¿verdad?
—No. Lo empaqueté todo como si fuera una vieja postal que llegó sin remitente.
El viento sopló, moviendo una cortina de nieve seca. Durante un rato ninguno habló.
Ella lo miró. Sus ojos tenían esa luz opaca de los recuerdos que no se olvidan aunque uno quiera.
Él sonrió con melancolía.
—Sentí que me estabas mirando desde lejos... como si supieras que algo no encajaba. Pero no dijimos nada.
—Y aun así te esperé —confesó ella—. No como quien espera a alguien que prometió volver. Sino como quien deja una ventana entreabierta, por si acaso.
Él se sentó. Ella lo acompañó. Sus hombros apenas se tocaron.
—A veces creo que tú aprendiste a vivir con esto —dijo ella.
—No sé si se aprende —respondió él—. Solo se acomoda en algún rincón. Y cuando cae la nieve… uno recuerda que sigue ahí.
Ella lo miró.
—Y cuando llueve —agregó.
Él asintió. No con alegría, sino con una ternura cansada.
—A veces pienso que nada se pierde del todo. Solo cambia de forma. Como el aliento en invierno.
Ella cerró los ojos.
—Yo guardé cosas... no por aferrarme, sino porque no sabía qué hacer con ellas.
—Tal vez nadie sabe —dijo él—. Solo seguimos andando, esperando que algo pese menos con el tiempo.
Se miraron. No como quienes se reencuentran, sino como dos líneas que se cruzan una vez y luego siguen su rumbo.
—¿Tú crees que esto necesitaba un cierre? —preguntó él.
—No lo sé —respondió ella—. Quizás este paseo es lo más cerca que estaremos de eso.
El silencio volvió a cubrirlo todo. El viento agitó las ramas desnudas.
—¿Y ahora...? —murmuró él.
—Ahora seguimos —dijo ella.
Y lo hicieron.
Sin tomarse de la mano. Sin mirar atrás. Pero dejando huellas que, aunque efímeras, por un instante fueron ciertas.
Como una respiración en el frío.